Las primeras regulaciones sobre monopolios de impresión vigentes en el territorio uruguayo se remontan al período de la dominación española. Como en otras partes del mundo, el origen de estos monopolios en España y en sus colonias se encuentra en las disposiciones de censura con las cuales se buscaba controlar las publicaciones que circulaban. Estaba prohibida la impresión y la venta de libros y otras obras impresas sin contar con una licencia de la Corona. Así, el monopolio de impresión no era otra cosa que una merced real otorgada en forma de una licencia de impresión de libros. Las infracciones eran sancionadas con la quema de los ejemplares en la plaza pública, además de la imposición de una multa.
No obstante, por mucho tiempo estas regulaciones fueron abstractas en nuestro territorio, dado que la primera imprenta de la Banda Oriental operó recién en 1807 traída por los ingleses durante el breve período de la segunda invasión. Tres años más tarde, en 1810, llegó una nueva imprenta con la que comenzó a imprimirse la Gazeta de Montevideo.
En 1821, durante el breve período de la dominación portuguesa, entró en vigencia el decreto sobre la libertad de imprenta, el cual difería de las normativas españolas en que toda persona podía imprimir, publicar, comprar y vender cualquier libro o escrito sin censura previa. Los artículos 2 y 3 del decreto se referían explícitamente a los monopolios de impresión.
El artículo 2 del decreto real establecía:
La facultad de imprimir cualquier libro ó escrito original, ó traducido, constituye facultad vitalicia de su autor ó traductor, la cual pasará a sus herederos ó sucesores por el espacio de diez años. Cuando el autor ó traductor fuese alguna Sociedad literaria, ú otra cualquiera corporación, gozará de la misma propiedad por el tiempo de sesenta años.
Y en su artículo 3, disponía que:
El que imprimiere cualquier libro ó escrito, que según el artículo antecedente constituya propiedad de otro, perderá todos los egemplares a favor del propietario; y sino llegasen al número de mil, pagará además el valor de los que falten para completar este número.
No obstante, a pesar de lo que su nombre indica, el decreto de libertad de imprenta estaba principalmente destinado a sancionar una larga serie de “abusos” de dicha libertad (contra la religión, contra el estado, contra las buenas costumbres y contra los particulares), los cuales eran castigados con penas que llegaban hasta los cinco años de prisión.
En los primeros años como estado independiente, el ordenamiento jurídico uruguayo estuvo integrado por las mismas leyes que rigieron durante la dominación española, salvo aquellas leyes derogadas por la Constitución y por las primeras normas aprobadas por el Poder Legislativo.
El 4 de junio de 1829 la Asamblea General Constituyente y Legislativa del Estado aprobó la primera ley uruguaya sobre libertad de imprenta (enmendada por otra ley del 17 de julio de 1830) donde, a diferencia del decreto portugués, no se otorgaban monopolios de impresión a los autores de los impresos.
Durante cuatro décadas no hubo mayores novedades en la materia, hasta que se aprobó el Código Civil de 1868, el cual en su artículo 443 disponía que: “Las producciones del talento o del ingenio son una propiedad de su autor, y se regirán por leyes especiales”. Este artículo fue copiado íntegramente del código civil español por Tristán Narvaja. Desde la entrada en vigencia del Código Civil hasta la promulgación de la primera ley de propiedad literaria y artística en 1912, no se conoció ninguna condena por infringir dicho artículo del Código.
En 1888 y 1889 tuvo lugar el Congreso Internacional Sudamericano de Montevideo, el cual, entre otros muchos aspectos, trató sobre la propiedad literaria y artística. Este fue el primer tratado internacional que estableció un sistema de derecho de autor en el continente, con reconocimiento mutuo por parte de Argentina, Bolivia, Paraguay, Perú y Uruguay. En 1892 Uruguay ratificó el tratado de dicho congreso. Brasil y Chile, que firmaron varios de los acuerdos del congreso, no los ratificaron.
El Tratado de Propiedad Literaria y Artística del Congreso Sudamericano consta de 16 artículos que establecen, en primer lugar, la reciprocidad en el reconocimiento de la propiedad literaria y artística. Además, se estipula el alcance de los derechos, el tipo de obras que abarca y las excepciones a dichos derechos. En cuanto a la duración del derecho de autor, no se establece un plazo mínimo obligatorio y se estipula la regla del plazo más corto, es decir que ningún estado otorga a los autores de otro país un plazo de monopolio mayor que el propio, y si el plazo del país de origen es más corto, se aplica dicho plazo. La aprobación de este tratado constituyó un antecedente importante para la posterior promulgación de una ley nacional específica.
A fines del siglo XIX y principios del siglo XX se dieron en Uruguay encendidos debates en medios escritos en torno a la naturaleza de la propiedad literaria. Algunos intelectuales publicaron artículos en publicaciones periódicas expresándose a favor de reconocer la propiedad literaria como una propiedad más, asimilable a la propiedad de los bienes tangibles. No obstante, hubo numerosas voces que plantearon dudas sobre la necesidad de reconocer tal derecho y, en caso de reconocerse, sobre el alcance que debía tener. En particular, uno de los aspectos más debatidos fue el de si era oportuno reconocer el derecho de autor para las obras publicadas en el exterior del país por autores extranjeros. No fueron pocos los comentaristas del medio intelectual que consideraron que los tratados de reciprocidad con países avanzados constituirían una amenaza para el desarrollo cultural del país, dada la enorme asimetría en la producción de obras intelectuales.
Eduardo Ferreira, por ejemplo, escribía en 1896 a propósito del pedido de Francia de adherir al tratado del Congreso Sudamericano:
No estamos todavía en circunstancias de permitirnos el lujo de igualarnos a las naciones europeas, y, si lo hacemos, nos exponemos a un fracaso rápido y lamentable.
Otro de los puntos ampliamente discutidos en medios escritos fue el de la temporalidad del derecho de autor. La opinión mayoritaria, incluso entre quienes estaban a favor del reconocimiento de la propiedad literaria, era la de que esta propiedad debía tener un límite en el tiempo, reconociendo así también el derecho de los pueblos y las naciones a contar con un tesoro común que sirviera al progreso cultural y científico. Los principales debates, pues, se dieron en torno a si los plazos debían asignarse mediante un período de exclusividad fijo a partir de la publicación de las obras, o si, por el contrario, abarcarían toda la vida del autor. Tampoco había acuerdo acerca de la embargabilidad de los derechos y acerca de la conveniencia o no de que los familiares pudieran heredar la propiedad intelectual del autor fallecido, entre otros temas.
En 1907, Carlos Roxlo, por entonces representante en el Parlamento por el departamento de Montevideo, presentó un proyecto de ley sobre propiedad literaria. El proyecto tenía doce artículos y se refería únicamente a la producción científica y literaria. La causa inmediata de la presentación del proyecto fue un problema surgido a partir de las obras de Florencio Sánchez, las cuales fueron representadas por una compañía teatral en una gira por el interior del país sin previa autorización del autor. Roxlo consideraba que había llegado el momento de regular la propiedad intelectual, pues afirmaba que las obras de Florencio Sánchez eran las primeras que, surgidas en el medio uruguayo, contaban con valor económico. El proyecto de Roxlo pasó a la Comisión de Legislación de la Cámara de Representantes, la cual se expidió en junio de 1910 con un proyecto sustitutivo.
Dos meses después, en agosto de 1910, Uruguay firmó la Convención de Buenos Aires sobre Propiedad Literaria y Artística, cuyos contenidos eran similares a los del Congreso Sudamericano, pero que incluía a países de toda América, incluidos los Estados Unidos. Uruguay ratificó el tratado nueve años más tarde, en 1919.
La ley 3.956 de propiedad literaria y artística finalmente fue aprobada el 12 de marzo de 1912 por el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo la promulgó tres días después. Recogió buena parte de los principios generales planteados por Roxlo, además de los principales puntos del Congreso Sudamericano, aunque, a diferencia del proyecto original de Roxlo, incorporó limitaciones más importantes al derecho de autor. Esas limitaciones se referían principalmente al aspecto temporal del monopolio. La duración del derecho de autor se estableció en un plazo de veinticinco años a partir de la muerte del autor. La razón del límite temporal, según la Comisión de Legislación, era que “esa propiedad intelectual, nacida del dominio público según el concepto moderno que ha acompañado al reconocimiento legal del derecho, se retrovierte al dominio público después de un plazo que de ella han gozado el autor y sus causahabientes”. Asimismo se establecieron excepciones para la reproducción de textos oficiales y para la prensa periódica, entre otros puntos.
Por otra parte, a diferencia de la iniciativa de Roxlo, la ley de 1912 incluyó las obras artísticas, en consonancia con el tratado de 1889. Asimismo creó un registro centralizado y obligatorio para quienes quisieran obtener el derecho de autor. Con respecto al proyecto de Roxlo, se ampliaron las penalidades y acciones civiles contra los infractores.
En la ley de 1912 la propiedad literaria se otorgó exclusivamente a la producción nacional, además de a las obras de los países signatarios del tratado de 1889. Se consideró que las obras extranjeras contribuían a ilustrar y educar al público uruguayo y que otorgarle derechos de propiedad intelectual a tales obras dificultaría su difusión en el país, con el consiguiente perjuicio para la cultura nacional. Se argumentó también que la desproporción entre la producción uruguaya y la extranjera haría que la reciprocidad con los países avanzados fuera perjudicial desde el punto de vista de la equidad. Más aún, la comisión informante aconsejó al Poder Legislativo no celebrar nuevos tratados internacionales sobre derecho de autor.
Hacia 1920 se sucedieron una serie de episodios que involucraron a autores y herederos argentinos, quienes reclamaron por la edición no autorizada en Uruguay de las obras de las que eran titulares. En especial, se hizo sentir el reclamo de Leopoldo Lugones y de los herederos de Rafael Obligado. Paralelamente, los herederos de José Enrique Rodó reclamaban por la edición no autorizada en España de “Motivos de Proteo”, “El mirador de Próspero” y otras obras.
Precisamente en 1920, los legisladores Ítalo Perotti y Lorenzo Vicens Thievent presentaron un proyecto para una nueva ley sobre propiedad literaria y artística, cuya principal característica radicaba en que pretendía extender el monopolio de derecho de autor a la producción intelectual extranjera. No obstante, el proyecto acortaba el plazo de restricción de 25 a 10 años post mortem. Dicho proyecto, no obstante, no fue aprobado en el Poder Legislativo.
Sobre el final de la década, el 26 de septiembre de 1929, se fundó la Asociación General de Autores del Uruguay (AGADU), la principal sociedad de gestión de derechos de autor del país. AGADU centralizó el cobro de derechos de autor de sus socios y a lo largo del tiempo se convirtió en un actor que presionó continuadamente al Estado para endurecer la aplicación de la ley de derecho de autor y para aprobar nuevas leyes crecientemente restrictivas y punitivas. Más adelante proliferarían nuevas entidades de gestión de derechos de autor, entre ellas, la Sociedad Uruguaya de Artistas Intérpretes (SUDEI), fundada en 1951, y la Cámara Uruguaya del Disco, fundada en 1960 y autorizada como sociedad de gestión colectiva en 2005.
A comienzos de la década de 1930, ya bajo la presidencia de Gabriel Terra, Mario Dupont Aguiar presentó un nuevo proyecto de ley de propiedad literaria y artística. Este proyecto ampliaba el plazo de derecho de autor a 50 años post-mortem y nuevamente buscaba extender la propiedad intelectual a las obras extranjeras. Además, establecía un sistema de sanciones que distinguía tres etapas: preventiva, represiva e indemnizatoria. El proyecto fue aprobado por la Asamblea Deliberante en 1933, pero el Poder Ejecutivo lo vetó, entre otras cosas, por diferencias en torno a la duración del derecho, al sistema de dominio público, a cuestiones relativas a los procedimientos administrativos y judiciales, y a la necesidad que el Ejecutivo veía de establecer un “Consejo de la Propiedad Intelectual”. No obstante el veto, el proyecto se convirtió en el principal antecedente de la posterior ley de 1937, tanto en su orientación general como en el texto de muchos de sus artículos.
En 1934, el gobierno de facto de Gabriel Terra aprobó una nueva Constitución. En su artículo 32 establecía un texto que continúa vigente hasta nuestros días: “El trabajo intelectual, el derecho del autor, del inventor, o del artista, serán reconocidos y protegidos por la ley”. Si bien las leyes laborales vigentes en aquel momento, así como la ley 3.956 de 1912, ya satisfacían el nuevo mandato constitucional, se utilizó dicho artículo como argumento en favor de una nueva ley de propiedad literaria y artística.
El 5 de mayo de 1937, el Poder Ejecutivo presentó a la Asamblea General un proyecto de ley sobre “Derechos de autor”. La fundamentación del Ejecutivo volvía a poner sobre la mesa el asunto de la propiedad intelectual de las obras extranjeras, aduciendo que el “decoro nacional” obligaba a no dejar desamparado al autor extranjero. Además, afirmaba que era necesario adaptar la ley de 1912 a los adelantos de la técnica. Finalmente, solicitaba una rápida aprobación de la ley.
La iniciativa pasó a estudio de la Comisión de Constitución y Legislación de la Cámara de Senadores. Dicha Comisión realizó modificaciones sobre el proyecto del Ejecutivo, aunque mantuvo sus disposiciones fundamentales. Una vez salido de la Comisión, el proyecto careció prácticamente de discusión parlamentaria. El Senado lo trató en las sesiones de los días 29 de noviembre y 6 de diciembre de 1937. La Cámara de Representantes lo trató y aprobó en la sesión del 15 de diciembre. Dos días después fue promulgada por el gobierno de facto de Gabriel Terra la ley 9.739 de derecho de autor que, con algunas modificaciones introducidas años más tarde, rige hasta la actualidad en Uruguay. El Poder Ejecutivo reglamentó la ley el 21 de abril de 1938.
La ley 9.739 optó por privilegiar a lo largo de su texto el término “derechos de autor” por sobre el de “propiedad literaria y artística”. La principal razón para este cambio es la adopción de la doctrina de Nicola Stolfi, quien afirmaba que “es preciso dar una importancia preponderante a las facultades personales del autor”. De esta manera, la ley diferenció entre derechos morales, referidos a la personalidad del autor y no enajenables, y derechos patrimoniales, de un carácter más cercano al de la propiedad, aunque con diferencias. La ley asimismo otorgó derechos a los intérpretes y ejecutantes sobre sus interpretaciones difundidas o grabadas.
Otro aspecto central de la ley 9.739, que se mantuvo de la ley de 1912, fue el registro obligatorio: los derechos morales y patrimoniales se otorgaban únicamente sobre las obras inscriptas en el registro de derechos de autor. En el caso de las obras extranjeras, se otorgaba el monopolio a las que hubieran cumplido los requisitos exigidos en el país de origen.
En cuanto a la duración del derecho de autor, la ley 9.739 fijó un plazo de 40 años post mortem. El establecimiento de este plazo resultó de un término medio entre los 50 años que estipulaba la ley vetada en 1933 y la postura del Ejecutivo, que en su fundamentación del veto estimaba razonable un plazo de 30 años post mortem. Sin embargo, si la obra no era publicada, representada, ejecutada o exhibida dentro de los 10 años desde la fecha de muerte del autor, pasaba a dominio público.
La ley establecía escasas excepciones al derecho de autor, principalmente destinadas a la prensa, a la reproducción de documentos oficiales, al derecho de cita y a la utilización de obras por parte del Estado. La sanción penal para las infracciones consistía en una multa de hasta trescientos pesos de la época o prisión equivalente, sin perjuicio de acciones civiles.
Otro de los principios establecidos en la ley fue el derecho del autor a participar en la plusvalía de la obra, tomando como pauta los beneficios obtenidos por quienes hubieran recibido la cesión de los derechos por parte del autor. Este principio fue eliminado décadas más tarde, con la reforma de la ley en el año 2003.
Por otra parte, la ley 9.739 instauró un sistema de dominio público sumamente peculiar, inexistente en otras partes del mundo, denominado “dominio público pagante”. La creación de este sistema se debió a la insistencia del Poder Ejecutivo de Terra en que no existiera un verdadero dominio público, es decir, un acervo cultural común que fuera de libre utilización para cualquier persona, sino, por el contrario, un dominio del Estado. Finalmente se arribó a una fórmula de compromiso por la cual, si bien se utilizó el nombre de dominio público, se lo suprimió desde un punto de vista práctico a través del cobro por parte del Estado de tarifas fijadas por el Consejo de Derechos de Autor. El producto económico del dominio público pagante, que en el proyecto original se enviaba a Rentas Generales, se modificó durante el tratamiento legislativo para ser finalmente destinado “preferentemente a servicios de arte y cultura”.
La ley 9.739 reguló el derecho de autor en Uruguay con escasas modificaciones durante más de seis décadas. Dos meses después de la aprobación de la ley 9.739, se hizo una pequeña modificación al artículo 29, distinguiendo al productor de los restantes colaboradores en las obras cinematográficas y otorgándole al mismo la facultad de autorizar la exhibición pública. En 1943, un decreto del Poder Ejecutivo estableció pequeñas modificaciones a los mecanismos policiales para la suspensión de espectáculos que no tuvieran consentimiento del titular de los derechos.
Si bien la ley 9.739 encomendaba al Poder Ejecutivo a comunicar oficialmente la adhesión de Uruguay al Convenio de Berna (el principal tratado internacional de reciprocidad y estándares mínimos sobre derecho de autor), el Poder Ejecutivo de aquel momento así como una larga serie de gobiernos posteriores decidieron no adherir al convenio, de manera que Uruguay no fue una parte contratante de ese tratado hasta 1979.
Durante varias décadas, prácticamente no hubo novedades sobre derecho de autor a nivel legislativo en Uruguay. Hacia fines de la década de 1970 y principios de la década de 1980 volvió a haber novedades y desde entonces la propiedad intelectual se ha convertido en un asunto recurrente para los legisladores. El gobierno de la dictadura cívico-militar de aquel entonces se abocó, en primer lugar, a ratificar una serie de tratados internacionales sobre propiedad intelectual. Entre los tratados específicamente referidos al derecho de autor, el gobierno ratificó, a través de sendos decretos-ley, la Convención de Roma referida a artistas, intérpretes y ejecutantes (decreto-ley 14.587 de 21 de octubre de 1976), el Convenio de Berna para la Protección de las Obras Artísticas y Literarias, el convenio que estableció la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (ambos a través del decreto-ley 14.910 de 19 de julio de 1979) y el Convenio para la Protección de Productores de Fonogramas (decreto-ley 15.012 de 20 de mayo de 1980). La adhesión a dichos tratados, decidida en un gobierno de facto, colocó así a Uruguay dentro un sistema de reciprocidad internacional que a comienzos del siglo XX había sido fuertemente resistido y luego evitado durante largas décadas.
La firma de los convenios internacionales sobre derecho de autor, asimismo, introdujo una serie de dificultades jurídicas, debidas a la discordancia entre la ley 9.739 y los tratados. Mientras que la ley uruguaya estipulaba un plazo de monopolio de 40 años post-mortem para el derecho de autor, el Convenio de Berna exigía un mínimo de 50 años. Por otra parte, mientras que la ley 9.739 exigía el registro de la obra como condición para otorgar el derecho, el Convenio de Berna planteaba que el monopolio debía otorgarse sin necesidad de formalidad alguna.
En 1982, el gobierno militar emitió el decreto-ley 15.289 sobre fonogramas, el cual creó una figura penal contra la copia no autorizada de fonogramas y videogramas.
En 1987, ya en democracia, se aprobó la Ley del Libro (15.913), una norma orientada principalmente a otorgar beneficios fiscales y crediticios al sector editorial. Dicha ley estableció que los pagos realizados por concepto de derecho de autor quedarían exonerados de todo tributo. Asimismo, a pesar de que entre los objetivos declarados de la ley estaba “el fomento a la libre circulación del libro”, se estableció una modificación a la ley 9.739 que endureció las sanciones penales previstas para las reproducciones no autorizadas y otras infracciones al derecho de autor, estipulando una pena de hasta 3 años de penitenciaría. Llamativamente, esta disposición no se circunscribía únicamente a la producción editorial, a la cual supuestamente se limitaba la Ley del Libro, sino a toda la producción autoral.
La década de 1990 fue especialmente prolífica en la adopción de normas para privatizar el conocimiento. En 1993 y 1995 el Poder Ejecutivo emitió sendos decretos (353/993 y 47/995 respectivamente) que regulaban específicamente la propiedad intelectual de las emisoras de televisión, otorgándoles el derecho exclusivo de autorizar la fijación, reproducción y retransmisión de sus emisiones, y asimismo fijando procedimientos y sanciones ante incumplimientos.
En esa misma década se introdujeron por ley cambios en la asignación de los fondos del dominio público pagante. En 1992 se creó el Fondo Nacional de Teatro y en 1994 el Fondo Nacional de Música, los cuales pasaron a recibir lo recaudado por el Estado en concepto de dominio público pagante. Estos organismos, en cuya integración se le dio un peso decisivo a las sociedades de gestión de derechos de autor, se convirtieron en los principales defensores del mantenimiento del dominio público pagante en el ordenamiento jurídico uruguayo.
En cuanto al plano internacional, en 1992 el Poder Legislativo ratificó la Convención Universal sobre Derecho de Autor. Y en 1994 se daría un paso crucial al ratificar Uruguay los acuerdos que establecieron la Organización Mundial del Comercio. Entre dichos acuerdos se encontraba el anexo 1C, referido a los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC). El acuerdo sobre los ADPIC, referido no solo a derecho de autor sino también a marcas, patentes, modelos industriales y otros tipos de monopolios sobre el conocimiento, incluía la mayor parte de las cláusulas del Convenio de Berna, agregaba nuevas restricciones y, más importante aún, establecía, a través de un mecanismo de “solución de diferencias”, sanciones económicas a los estados que no cumplieran con sus disposiciones. Desde la firma de ADPIC, Uruguay y muchos otros países en desarrollo fueron crecientemente presionados para adaptar su legislación de derecho de autor a las reglas impuestas por la Organización Mundial de Comercio.
En particular Estados Unidos, en su Reporte Especial 301(1), ascendió a Uruguay a la Watch List en 1999 y 2000, y a la Priority Watch List en 2001 y 2002, presionando, a través de su embajada en Montevideo, al gobierno uruguayo para que introdujera cambios en la ley de derecho de autor, con especial énfasis en que Uruguay colocara al software bajo el mismo régimen que las obras literarias.
El cúmulo de presiones derivó en diversos proyectos de ley que o bien modificaban o bien sustituían la ley de 1937. Uno de los proyectos más ambiciosos fue enviado al Parlamento por el Poder Ejecutivo en 1997 y luego nuevamente en 2000. Este proyecto buscaba sustituir la ley 9.739 por una nueva ley de derecho de autor que incluía las imposiciones de ADPIC e iba todavía más lejos. En primer lugar, incorporaba explícitamente el software y las bases de datos entre las “obras” comprendidas en la ley. Entre otras medidas, establecía sanciones penales de hasta 3 años de penitenciaría para las infracciones a la ley, aun cuando no mediaran fines comerciales en la infracción. Además, establecía la remuneración compensatoria por copia para uso personal, es decir, un canon a los soportes vírgenes que se cobraría independientemente de que estos soportes se utilizaran efectivamente para realizar copias de obras bajo derecho de autor. Por otra parte, se regulaban los contratos de cesión de derechos de autor, estableciendo ciertas garantías para los autores al momento de ceder los derechos a los editores y productores, si bien también se establecía que en el caso de las obras creadas bajo relación laboral, los derechos de los empleados se cedían en forma exclusiva al empleador.
A lo largo de dos períodos parlamentarios el proyecto de ley del Ejecutivo no obtuvo los apoyos necesarios para ser aprobado, tras lo cual se intentó dividirlo en dos proyectos: por un lado, una ley general de derechos de autor y derechos conexos y, por otro lado, una ley específica para los programas de computación. Esta solución, sin embargo, tampoco conformó a los grupos de presión involucrados. En vista de la incapacidad de las partes para acordar una nueva ley y de las renovadas presiones extranjeras para someter la legislación a ADPIC, el gobierno redujo sus expectativas, optando por desechar todo lo hecho hasta ese momento y por introducir modificaciones más modestas a la ley de 1937. En junio de 2002 el Poder Ejecutivo envió un proyecto de ley modificatorio de la ley 9.739. El texto se trató rápidamente en las comisiones y apenas si fue discutido en las cámaras. Finalmente, la ley fue aprobada raudamente, en medio de las fiestas de fin de año, el 30 de diciembre de 2002, y fue promulgada el 10 de enero de 2003 bajo el número 17.616. Un año después fue reglamentada a través del decreto 154/004.
La ley 17.616 consta de 27 artículos que modifican la ley 9.739. Los cambios más relevantes son:
- la inclusión de los programas de computación y las bases de datos entre las “obras” bajo derecho de autor;
- la extensión del plazo de derecho de autor a 50 años después de la muerte del autor;
- la eliminación del registro como requisito para ejercer el monopolio sobre la obra;
- la eliminación del derecho del autor a participar en la plusvalía que el intermediario obtiene de la obra, y su reemplazo por un derecho de participación del 3% sobre la reventa de obras de arte, únicamente aplicable a artistas visuales;
- la presunción, salvo pacto en contrario, de que los autores de las obras audiovisuales han cedido sus derechos patrimoniales en forma exclusiva al productor;
- el otorgamiento de derechos de propiedad intelectual a los productores fonográficos y a los organismos de radiodifusión;
- el aumento de penas y la inclusión de nuevos delitos, entre ellos, la elusión de las medidas técnicas de restricción colocadas en las obras por los titulares de derechos de autor.
En los años siguientes, la ley 9.739 se modificó nuevamente en varias oportunidades, afectando crecientemente la coherencia interna de la ley y dificultando la lectura unificada de la misma.
En 2004 se introdujo una ley, impulsada por los trabajadores de prensa, que fijó límites a la cesión de los derechos de autor del periodista a la empresa periodística. Más tarde, en 2006, se estableció que el derecho de participación del 3% por la reventa de obras plásticas en dominio público iría a parar al Fondo Concursable para la Cultura. En 2013 se introdujeron nuevos cambios a la ley, entre los cuales el más importante se refirió a la incorporación de una excepción al derecho de autor para facilitar el acceso a las obras de las personas con dificultades para acceder al texto impreso.
En el plano internacional, el cambio de siglo trajo la ratificación en 2006 del Tratado de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) sobre Derecho de Autor (ley 18.036) y en 2008 del Tratado de la OMPI sobre Interpretación o Ejecución y Fonogramas (ley 18.253). Los tratados de la OMPI incorporaron nuevas restricciones, entre ellas algunas relativas a la circulación y el uso de dispositivos tecnológicos. Por su parte, el Tratado de Marrakech, ratificado en 2014, introdujo una excepción al derecho de autor para facilitar el acceso a las obras publicadas a las personas ciegas, con discapacidad visual o con otras dificultades para acceder al texto impreso.
La notable expansión de los derechos de propiedad intelectual a comienzos de 2000 trajo consigo nuevas sociedades de gestión de derechos de autor, tales como EGEDA, una entidad que se adjudicó la representación de productores audiovisuales (aprobada por el Poder Ejecutivo en 2007) y SUGAI, una entidad aprobada en 2011 que pretende gestionar derechos por las interpretaciones de los actores en las obras audiovisuales. Un caso aparte es el de AUTOR, una entidad aprobada en 2005 que supuestamente se encargaría de la gestión de los derechos de reproducción relacionados con libros y otros materiales impresos, pero que nunca logró repartir los ingresos recaudados y terminó disolviéndose en 2007.
Los años más recientes estuvieron atravesados por renovados conflictos que pusieron en cuestión la regulación sobre derecho de autor y cómo esta afecta la circulación de la cultura. Uno de dichos conflictos tuvo lugar en julio de 2013 cuando el Ministerio de Educación y Cultura, a pedido de la Cámara Uruguaya del Disco y de AGADU, envió al Parlamento una propuesta para extender el plazo de derecho de autor a 70 años post-mortem. La propuesta se incluyó en el artículo 218 del proyecto de ley de Rendición de Cuentas. Un número importante de personalidades de la cultura y organizaciones de la sociedad civil se opusieron al artículo 218, obligando al Parlamento a retirarlo de la Rendición de Cuentas.
Pocos meses después, en octubre de 2013, la policía uruguaya allanó numerosos locales de fotocopias en los alrededores de la Facultad de Derecho. Los allanamientos, que incluyeron la detención de 32 personas, provocaron el rechazo de los estudiantes universitarios, a quienes el cierre de los comercios causó serias dificultades para acceder a los materiales de estudio. El Centro de Estudiantes de Derecho reunió 10.000 firmas para reclamar por el acceso a materiales de estudio y envió un proyecto de ley al Parlamento que establecía excepciones al derecho de autor para facilitar el ejercicio del derecho a la educación. Dicho proyecto contó con el apoyo del sector educativo, de los bibliotecarios y de diversas organizaciones sociales nacidas en los últimos años que abogan por la socialización del conocimiento. No obstante, la norma no logró aprobarse en el período parlamentario 2010-2015 dado que no fue respaldada en el Parlamento por el Ministerio de Educación y Cultura ni por el presidente del Consejo de Derechos de Autor. En julio de 2015 el mismo proyecto fue presentado nuevamente en el Parlamento.
A inicios de 2015 se desató un nuevo conflicto cuando una denuncia penal contra un medio de prensa gráfica por el uso de software sin licencia culminó con la incautación de las computadoras del diario. El sindicato de trabajadores de prensa se expresó rotundamente contra la medida judicial, reclamando cambios en la ley y en los procedimientos judiciales para que no vuelvan a ocurrir incautaciones a periodistas.
Pocos meses más tarde, se produjo un nuevo debate público cuando la sociedad de gestión de derechos de autor EGEDA anunció que comenzaría a cobrar a restaurantes, gimnasios, supermercados, peluquerías y otros pequeños comercios por contar con televisores en sus locales. La medida fue resistida por el gremio de almaceneros, baristas y autoservicistas, así como por la gran mayoría de los comerciantes.
A la luz de los conflictos en aumento entre el acceso a la cultura y la regulación de derecho de autor, surgieron a partir de 2010 diversas organizaciones dedicadas a promover el conocimiento libre, entre ellas, el Centro de Estudios de Software Libre, Creative Commons Uruguay, el Movimiento Derecho a la Cultura y Wikimedia Uruguay. Estas organizaciones de nuevo cuño se añadieron a instituciones con mayor trayectoria, como los gremios estudiantiles y la Asociación de Bibliotecólogos del Uruguay, en el reclamo de una mayor democratización de la cultura y el conocimiento en nuestro país.
Varias conclusiones se pueden extraer del repaso histórico que hemos realizado sobre la regulación del derecho de autor en Uruguay. Una primera aproximación muestra que desde el período de la colonia la circulación de las obras ha estado casi siempre sometida a restricciones de distinta índole. La censura real dio paso a los monopolios privados de impresión, más tarde a la inclusión de la propiedad intelectual en el código civil, y por último a las leyes y tratados modernos de derecho de autor. La idea de un momento originario donde las obras podían circular libremente, sin ninguna clase de ataduras legales, no parece ser la que mejor encaja en la realidad. Más bien, lo que se observa es el pasaje paulatino desde el control estatal de la impresión y circulación a un control privado sobre las obras, caracterizado por el monopolio exclusivo brindado por el Estado al autor, cesionarios y herederos.
No obstante lo anterior, es también claro que ha existido una tendencia histórica hacia una creciente y desmesurada expansión del derecho de autor. Esta expansión se ha dado tanto en el plano temporal, a través de sucesivos aumentos en el plazo del monopolio, como en el tipo de obras comprendidas y en los sujetos involucrados, a través de la incorporación de derechos conexos que se otorgaron a intérpretes y ejecutantes, productores de fonogramas, empresas de software, productores audiovisuales y organismos de radiodifusión, entre otros. La regulación, pensada originalmente para obras literarias y luego también artísticas, llegó a abarcar productos tan disímiles como los programas de computación y las bases de datos. Esta tendencia fue de la mano de la inflación de las penas para las infracciones, que pasaron de ser simples multas a implicar varios años de penitenciaría.
Las tendencias descriptas no son un fenómeno único de Uruguay, sino que la legislación de nuestro país ha acompañado un proceso global que llevó a la enorme mayoría de los países por caminos semejantes. Este proceso se aceleró notablemente a partir de fines de la década de 1970, cuando la propiedad intelectual pasó a ser prioritaria en la agenda de comercio internacional impuesta por los países centrales. El efecto de esta agenda en nuestro país se sintió en la adopción cada vez más copiosa de normas sobre propiedad intelectual y en la ratificación de numerosos tratados internacionales. Los períodos de gobiernos dictatoriales fueron particularmente propicios a la aceleración del proceso privatizador, dada su capacidad de imponer con poco o nulo debate las normas que en momentos de mayor libertad política hubieran suscitado intensas controversias. Los años de 1990 y principios de 2000, profundamente influenciados por la conformación de la Organización Mundial del Comercio y por las agudizadas presiones de Estados Unidos, también trajeron consigo un renovado impulso de privatización de la cultura y el conocimiento. Este impulso no se ha detenido, como bien lo muestran los conflictos de los últimos años en torno al derecho de autor y la circulación de la cultura. Más aún, pesan sobre Uruguay y sobre toda la región las negociaciones de nuevos tratados multilaterales de comercio, como el del Mercosur con la Unión Europea y el Acuerdo Trans-Pacífico, que amenazan con fijar obligaciones más severas en materia de derecho de autor, así como en otros aspectos de la propiedad intelectual. Lo distintivo de esta época, sin embargo, es que tales fuerzas se ven interpeladas por un movimiento social crecientemente organizado, surgido en respuesta a la desproporcionada asfixia sobre los bienes comunes intelectuales.
Nota:
(1) El Reporte Especial 301 es un reporte anual sobre el estado mundial del cumplimiento de los derechos de propiedad intelectual, publicado por la Oficina del Representante de Comercio de los Estados Unidos (USTR). El reporte se redacta en base a los informes que las principales industrias de la propiedad intelectual, entre ellas la industria de Hollywood y la industria farmacéutica, le hacen llegar al gobierno estadounidense. Los países que, en la opinión de dichas industrias, no protegen suficientemente la propiedad intelectual, son colocados en una lista de vigilancia (Watch List) y, en los casos más apremiantes, en una lista prioritaria de vigilancia (Priority Watch List). La inclusión en estas listas implica la amenaza de sanciones comerciales unilaterales por parte de Estados Unidos.
Bibliografía:
– Para el período que abarca desde la independencia de Uruguay hasta la ley de 1937 se recurrió a Valdés Otero, Estanislao (1953). Derechos de autor. Régimen jurídico uruguayo. Montevideo: Talleres Gráficos de la Editorial Martín Bianchi Altuna.
– Para las discusiones en medios impresos sobre derecho de autor a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, se recurrió al sitio web periodicas.edu.uy.
– Para los proyectos de ley, leyes aprobadas y tratados ratificados se recurrió al sitio web del Parlamento de Uruguay.
– Otros documentos históricos fueron tomados de Internet Archive y de autores.uy.
* Una versión ligeramente distinta y wikificada de este texto fue publicada en Wikipedia. Puede consultarse en este enlace.
3 respuestas a «Historia de la regulación del derecho de autor en Uruguay: una visión crítica»
Gracias por el artículo!
Muy interesante el artículo. Sobre el dominio público pagante hay una inexactitud. Varios países adoptaron el dominio público pagante, en Mexico, Argentina y otros. No está vigente en todos pero no se trata de una excepción uruguaya.
Hola, Pepi, muchas gracias por el comentario. Quizás la forma de expresarlo no fue todo lo clara que debería haber sido. Lo que quise decir es que, en el momento de la aprobación de la ley 9739, en 1937, el dominio público pagante no existía en ninguna otra parte del mundo.
Es cierto que, con posterioridad a la implantación en Uruguay, el dominio público pagante fue aprobado también en otros países, incluyendo México y Brasil, países en los que más tarde fue derogado.
En los únicos países donde se mantiene vigente y se aplica es en Uruguay y Argentina. En este artículo de Delia Lipszyc se hace un repaso de los países donde se aprobó y luego se derogó: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6095920